El clip es como el hueso del homínido de la película “2001, una odisea del espacio”. Podríamos tirarlo al aire desde nuestra oficina y acto seguido cómo se mece en la gravedad cero de una estación espacial del futuro, más allá de Orión.

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Para la generación “millennial” el clip es ese pequeño icono que acompaña a los correos electrónicos cuando llevan un archivo adjunto. Pero incluso los nativos digitales más conspicuos saben perfectamente cómo es el objeto llamado clip y han tenido alguno en sus manos, cosa que no pueden decir de artilugios prehistóricos como la máquina de escribir, el video VHS o el pinball. Eso demuestra la inmutable atemporalidad del clip que nació en las oficinas de manguito y viseras de nuestros bisabuelos y, muy probablemente, seguirá abrazando hojas de papel cuando nuestros bisnietos suspiren por aquellos vetustos ordenadores de teclado y ratón.

El clip es la quintaesencia del objeto llamado a sobrevivir a todos, el súmmum del diseño que no pasa de moda, el máximo honor al que puede aspirar un adminículo humano en la misma categoría que el cuenco, la alpargata, la silla o el pan. También es el pin en la solapa de los integristas que creemos firmemente que nada ni nadie puede desbancar al papel en la región del Conocimiento.

Simplicidad y eficacia

No hay historia del diseño que no incluya al clip entre sus campeones, muchas veces en un lugar de honor junto a la pinza de ropa, la bombilla y las tiritas (Hidden-heroes, 2010; Vitra Design Museum). Porque lo que más aprecia el “connoisseur” del gran universo del “design” es el matrimonio infrecuente de la simplicidad y la eficacia. Y esas son, precisamente, las dos virtudes que definen al clip independientemente de su formato, tamaño, color o material: sencillez y eficiencia; economía de materiales e infinitas prestaciones; un mínimo gesto para un gran servicio. Belleza y funcionalidad. Bueno, lo de belleza es un poco discutible pero, como pasa con los seres humanos, es tan útil que se le perdona la falta de atributos. Y, en todo caso, Raymond Loewy nos enseñó que lo feo no se vende; por lo tanto…

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Lo triste del asunto es que no está claro a quién atribuir el invento. Con el clip pasa como con la partida de nacimiento de Colón, que todos la hacen suya. Los noruegos reclaman la paternidad porque un señor llamado Johann Vaaler solicitó en 1899 la patente de clips de diversas formas, alguna muy parecida al clip actual. Pero lo cierto es que había precedentes muy ilustres en EEUU (ver recuadro).

Un objeto fundacional

No importa. El clip es como el hueso del homínido de la película 2001, una odisea del espacio. Podríamos tirarlo al aire desde nuestra oficina y ver en seguida cómo se mece en la gravedad cero de una estación espacial del futuro.

Hemos querido abrir esta sección dedicada a los diseños eternos que acompañan al hombre en su puesto de trabajo con el clip porque nos parece un objeto fundacional. Y también porque resume nuestra visión de los valores de una oficina que mira al futuro con los pies asentados en el suelo. Un entorno cambiante gracias a la aportación del diseño en tanto proceso de  innovación que respeta los valores humanos, aporta utilidad activa, es paradigma del orden y no nos complica la vida. Que bastante complicada es, de por sí.

Los padres fundadores del clip

El primer clip de papel fue patentado por Samuel B. Fay en 1867 en EEUU. Originalmente destinado a adjuntar etiquetas a los tejidos, la patente reconoció que podría ser utilizado para juntar documentos. A partir de 1890 y durante décadas después, el diseño Fay fue ampliamente anunciado bajo muchos nombres de marca para usar con papeles. Un segundo clip fue patentado por Erlman J. Wright en 1877 para su uso en la fijación de periódicos. En 1899, el noruego Johann Vaaler solicitó la patente de clips de diversas formas, alguna similar al actual. Ese mismo año, el estadounidense William Middlebook presenta la patente para una máquina destinada a fabricar clips de forma masiva en alambre de acero.