Todavía vivo, a pesar de la imparable desaparición del documento de papel, el fechador es como ese amigo entrañable que entra en casa con sus zapatos de caucho dejando en el suelo las huellas del tiempo. Aunque tiene los días contados, su presencia discreta es una de las más felices oportunidades que aún tenemos de mancharnos los dedos de tinta.

El fechador manual es hijo de una era en que el tiempo era una dimensión de carácter cósmico, pero inteligible. Que se medía con el movimiento de pequeños engranajes, como los de nuestro cerebro. El artilugio cambiaba de fecha, jornada a jornada, empujado con destreza por los dedos en cálido contacto con el viejo caucho. Empujábamos delicadamente la ruedecita de los días y llegábamos al presente de forma evidente: una vuelta más y ayer empieza a ser hoy.

eternal fechador

Obsolescencia programada

Cuando estrenábamos fechador no podíamos resistirnos a examinar con curiosidad la ruedecita de los años para comprobar que, algún día, no tan lejano como parecía, el fechador acabaría su ciclo y sería necesario deshacerse de él. El fechador manual fue un precursor de la obsolescencia programada: una década y a la papelera sin rechistar. Los años envejecían bajo el peso de la tinta y se renovaban con el orgullo guerrero del caucho inmaculado: era una forma de ver pasar el tiempo casi tan fascinante como la del gran segundero del reloj de pared.

Había algo de inquietante en la forma ergonómica del fechador, en su silueta casi femenina, con esa cabeza tocada de gris o rojo y esa cinturita de avispa que preludiaba la falda numeral de los días, los meses y los años.

No requería más movimiento que un golpe sobre el papel y esa simplicidad infantil le colocaba en el bote de las cosas imprescindibles pero inadvertidas.

Huella cronológica

¿Cabía pensar que el mundo digital acechaba en una esquina para convertirlo en un objeto anticuado? Lo cierto es que, mientras existan documentos manuscritos, el fechador continuará bailando sobre ellos para dejar su huella cronológica. Pero, ay, los soportes de papel desaparecen empujados por la mala conciencia de un mundo que no se sostiene de tanto talar árboles (aunque la silvicultura de la industria papelera ha hecho más por los árboles que cien oenegés juntas, pero ese es otro tema) y dejan paso a los documentos digitales cuyas fechas vienen en su propio ADN.

La data, ahora, es un sobreentendido en el trabajo cotidiano, un añadido ajeno a nosotros que viene generado por los programas informáticos. Ni siquiera el malévolo efecto 2000 hizo pestañear al mundo digital en aquel momento extraño en que pareció que había que recuperar el fechador de la papelera porque el escenario analógico se impondría al virtual.

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Un aparato relativo

La realidad real, tal como la apreciábamos hace poco, se está disolviendo en esta sociedad líquida donde casi nada depende de nosotros porque el conocimiento está siendo sustituido lentamente por los algoritmos y los sentimientos por las matemáticas.

Einstein nos enseñó que el tiempo es la cuarta dimensión física, lo que nos recuerda que el fechador es tan relativo como nosotros. Existe y no existe. Se sigue vendiendo por internet superando en juventud a sus viejos compañeros, el sello de goma y el tampón entintado. Pero tiene los días contados. Y esta vez no es por culpa de la limitación de la pequeña cinta de caucho blanco.

TEXTO MARCEL BENEDITO