¿Quién necesita calcular mentalmente el resultado de multiplicar quince por quince cuando disponemos en el bolsillo de una calculadora infalible capaz de resolver derivadas, integrales y ecuaciones diferenciales? Estas líneas son un homenaje a los antecedentes gloriosos y mecánicos de esa útil aplicación de nuestro smartphone.

Unos doscientos años antes de nuestra Era, se construyó una máquina capaz de calcular posiciones astronómicas y predecir eclipses con propósitos arqueológicos. Los vestigios de esta maravilla mecánica que funcionaba con grandes ruedas dentadas se encontraron hacia 1900 entre los restos de un naufragio cerca de la isla griega de Anticitera, que le prestó su nombre. Nunca la astrología y la ciencia volvieron a estar más cerca.

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Pasaron más de dieciséis siglos para que el ser humano volviera a necesitar de un artilugio que le ayudara con los cálculos. Y otros quinientos años más para que las primeras calculadoras mecánicas, con principios básicos no muy alejados de aquellos de Anticitera, dieran los primeros balbuceos. Tuvo que aparecer un inventor español para que las calculadoras aprendieran a multiplicar. Lo que demuestra la idiosincrasia e imprevisibilidad del ingenio hispánico.

Es inevitable añorar la época en que el cálculo era una operación que servía para contar manzanas y calcular su precio. Las calculadoras mecánicas eran ábacos del futuro y el progreso era algo agradable y humano. Era difícil entender el mecanismo de una calculadora, como el de un reloj, pero sabíamos que destripándolo nos podía mostrar sus secretos. Todo era una cuestión de ruedecillas y engranajes.

 

Las primeras calculadoras

Las primeras calculadoras mecánicas llenaron las oficinas de tiernas palancas con un sonido parecido al de un ejército de cremalleras en pleno desfile que acompañaba los cálculos de aquellas maravillosas y limitadas cajas de cálculo. Aquella palanquita circular rubricaba con su cabeceo acabado en chasquido el cálculo que los más capaces, poseedores de la rara habilidad del cálculo mental, despreciaban. En los años sesenta aparecieron los primeros modelos electrónicos que anunciaban una nueva era en el mundo del trabajo. Las primeras calculadoras electrónicas portátiles aparecieron en Japón en 1970 y pronto fueron comercializadas por todo el mundo. Había nacido una de las herramientas que más hizo por impulsar el desarrollo de la industria informática.

La historia de las calculadoras es la de la aceleración geométrica que vivimos sin darnos cuenta apenas de nada. Veinte siglos para crearlas, cincuenta años para llevarlas al universo del chip, diez años para asimilarlas al teléfono… ¿cuánto tardaremos en integrarlas en un chip debajo de la piel?

Por cierto, no le dé más vueltas: quince por quince son doscientos veinticinco.

 

Un inventor español en Nueva York

Ramón_VereaRamón Verea fue un inventor español de origen gallego que se afincó en Nueva York en 1865.

Allí ideó, entre otras cosas, una máquina de calcular, la Verea Direct Multiplier, la primera que realizaba multiplicaciones de forma directa en vez emplear fatigosas vueltas de manivela.

Era un cacharro de veintiséis kilos de peso que usaba un sistema que obtenía valores de una tabla de multiplicar codificada, de manera similar al sistema Braille.

El aparato podía resolver operaciones muy complejas en veinte segundos, siendo la más veloz y precisa de la época.

Verea nunca quiso comercializar su calculadora sino tan solo demostrar de lo que era capaz su ingenio.

TEXTO: MARCEL BENEDITO