Hubo una época en la que las superficies de las mesas de trabajo expresaban con riguroso sentido de la responsabilidad la situación, capacidad y actitud de sus propietarios. El papel acumulado en la superficie era el índice de grasa laboral y los trastos de escritorio dibujaban el mapa psicológico de una jornada laboral partida por la mitad con tarjeta de fichar. Hablamos de la Edad del Papel, en los albores de la civilización digital.

En la redacción del Washington Post que nos muestra la película de Alan J. Pakula, “All the president’s men”, los escritorios de los periodistas Woodward y Bernstein están atestados de papeles. El redactor jefe pone los pies sobre ellos para recordar a todos quien manda allí, quién es el poseedor de la única mesa limpia del lugar, quien toma las decisiones y quienes bregan en la sala de máquinas de escribir. En una sola imagen, entendemos el juego de jerarquías y las servidumbres de una gran redacción periodística, que bien podría simbolizar cualquier oficina de los años setenta.

Las mesas metálicas han conquistado el color (un detalle estético de agradecer, que no sabemos si se corresponde con la realidad) pero en sus espaldas siguen cargando con el peso abrumador de una sociedad predigital. Estamos en 1974, año en que el diario de la capital destapa el escándalo del Watergate y el presidente Nixon acaba defenestrado por tramposo. Los avispados redactores Bob Woodward y Carl Bernstein trabajan con intuición, instinto profesional, un par de teléfonos, un bloc de notas y (lo que más se parece a un apoyo tecnológico) una grabadora de cinta magnética. Una antigualla.

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Cuesta mucho situarse en esa época predigital, donde los instrumentos tenían una sola función y los papeles albergaban todos los secretos del mundo. Pero no hace tanto tiempo de ello. Nos asombra lo rápidamente que nos hemos adaptado al mundo digital, a la comodidad de la información instantánea y los dispositivos inteligentes que asumen todas las funciones excepto la del cenicero majestuoso.

Las mesas siguen ahí, pero ahora tan solo lucen una pantalla en su encimera, y las carpetas, finalmente, han dejado paso a otras formas de documentación mucho más efectivas, aunque no han desaparecido del todo. El papel se está convirtiendo en cosa de gente exquisita y su uso es puro capricho. Seguimos trabajando sentados a una mesa pero empezamos a cuestionarnos si ésa es la forma lógica de asumir la jornada laboral, cuando lo importante es la comunicación con el exterior, compartir información con colegas o clientes y celebrar reuniones improvisadas para consultar o tomar decisiones. En el nuevo entorno digital, la superficie de las mesas empieza a parecer un bello transatlántico de vapor, hermoso pero ineficaz.

En los últimos años, las compañías más avanzadas se plantean cómo organizar a sus equipos, atraer talento y planificar un espacio de trabajo más parecido a un ágora que a las galeras del Washington Post con gente encadenada a sus papeles. Las mesas se regulan en altura para adaptarse a formas de trabajar menos convencionales, flexibles y ergonómicas. Se comparten con los compañeros y desaparecen las fronteras del puesto de trabajo individual y personalizado. Se imponen los espacios colectivos, las mesas comunes y los rincones de relax, al fin y al cabo, el ordenador no necesita de una superficie estable para funcionar perfectamente. La revolución del “workplace” está en marcha.

No tardaremos mucho en cuestionar el tamaño y la utilidad de las mesas. Pero echaremos de menos aquellas oficinas cuajadas de pequeños huertos personales que se trabajaban durante toda una vida y que nos hablaban de sus dueños.

TEXTO: MARCEL BENEDITO