La ruda contundencia de la grapadora evoca una época pasada en que las habilidades mecánicas proponían un futuro fiable y su golpetazo era una descarga viril de adrenalina contra el desorden. El hecho contra natura de que siga en activo en plena era digital sólo se puede explicar por el irracional apego que tenemos a los papeles.

Es difícil negar la sutil ráfaga de placer que nos proporciona el golpe encima de la grapadora y la satisfactoria comprobación de que las hojas de papel nunca más volverán a andar sueltas. La grapadora es un invento esencialmente masculino y debe su supervivencia en el entorno de trabajo a esta característica de género, cuya influencia, tal vez, tiene los días contados.

La grapadora ha soportado la competencia sofisticada de los adhesivos, las plegadoras de papel, las ceras especiales y las carpetas de colores, sin despeinarse, durante más de un siglo. Y ahí sigue, tan campante, con su mecanismo interno de reposición de grapas parecido al de una Kalashnikov, con su agresiva caperuza superior y ese ruido que materializa el concepto de contundencia y convierte en expediente dos tristes papeles.

La grapadora es un objeto decididamente abusón que contrapone el implacable abrazo del acero a la sutil liviandad de la hoja de papel. Ya podrá… Pero no nos fiamos de otras fórmulas más amables porque sabemos que los papeles engañan y detrás de su aparente pureza se esconde un mundo de expedientes legales, documentos probatorios, apuntes universitarios, manuscritos tenaces y pliegos de descargo que nos pueden complicar la vida fácilmente si no los ponemos en cintura con una simple pero justiciera grapa.

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La personalidad implacable y dolorosa de la grapadora está probada por el hecho de que a nadie se le ocurriría grapar las holandesas de una carta de amor, o los primeros dibujos de nuestra hija. Sólo pensar en tal cosa, nos estremecemos porque somos conscientes de que la grapa tiene un componente quirúrgico, una herida abierta que ciertos papeles no merecen. Sin embargo, para el resto de nuestras actividades, centradas en la prosa del día a día, la grapadora es genial. A veces, cuando se trata de domar a una docena de hojas, el golpe de la grapadora es un desafío a nuestra habilidad y una saludable descarga de adrenalina. En otras ocasiones es una simple actitud para acabar una tarea. Grapa y al cajón.

Siempre es orden y determinación con un pie puesto en la era de las máquinas, la palanca y la ferretería. Por eso, el icono de la grapadora no ha evolucionado en el mundo digital para indicar que dos documentos se guardan juntos. Es demasiado tosca y por eso nos atrae tanto, porque nos habla de una época en que las cosas, e incluso las ideas, se podían tocar con las manos.

La grapadora es el guardián de nuestros documentos. Podemos no usarla por causa de nuestro carácter pusilánime, pero, a buen seguro, nos vamos a arrepentir. En un mundo en el que el papel es cada vez más escaso e importante, este artilugio anticuado sigue siendo un discreto verdugo a nuestras órdenes. Y el aspecto diabólico de las grapadoras, que encajaría de maravillas en el Museo de la Tortura de Toledo, nos recuerda que el infierno puede estar escrito en una hoja de papel.

Del revolver a la grapadora

La primera grapadora de la que tenemos noticia era un aparato desarrollado en la corte de Luis XV que servía al monarca francés para estampar su escudo con un sello metálico sobre los documentos que firmaba. Nadie sospechó la utilidad del invento hasta que, a mediados del siglo XIX, la industrialización precisó de una forma de agrupar los documentos sin error y se desarrollaron las primeras grapadoras. En 1866, Joan Barbour patentó en EEUU una pequeña grapadora de latón, precursora de las modernas. En 1879, C.H. Gould recibió la patente de la McGill Single-Stroken Staple Press. Este dispositivo pesaba 1 kg y la grapa podía atravesar varias hojas de papel.

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En 1920, se fundó en Éibar la sociedad El Casco, cuya actividad inicial se centró en la producción de revólveres. A partir de 1929, la crisis económica mundial obligó a El Casco a orientar su producción hacia el material de oficina. A mediados de los años treinta, sus socios fundadores, Juan Solozábal y Juan Olive, lanzaron al mercado la grapadora, diseñada por ellos mismos, un inesperado hito del diseño internacional. Aunque las grapadoras ya existían, el diseño moderno, tal como lo conocemos hoy, apareció con este modelo.  

TEXTO: MARCEL BENEDITO