Los sets de The wolf of Wall Street, la película que Martin Scorsese dirigió para mostrar la fiesta absurda en el Manhattan de los 90, son un documento inteligente de la decadencia de una época en que las personas se adaptaban a trabajar en el feo espacio mental de un dólar.

En la película El lobo de Wall Street (Paramount, 2013), Martin Scorsese retrata despiadadamente la ascensión y caída del estrafalario agente de bolsa Jordan Belfort, tras una carrera fraudulenta en busca de dinero fácil. Por el camino, corrupción, fraude, alcohol, sexo y drogas empapelan una historia tan inquietante como real.

El retrato de los personajes, centrado en la evolución del grotesco protagonista que interpreta Leonardo DiCaprio, discurre paralelo a la transformación de los escenarios en los que se mueven. Especialmente, las oficinas de la agencia, que crecen con la misma desmesura que su gerente, desde el garaje anodino de sus primeros pasos a un monstruoso open space donde los traders enredan a sus clientes, se celebran fiestas absurdas y circula sin mesura el alcohol y la cocaína.

Diseño de producción

La cinta The wolf of Wall Street se convierte, gracias al excelente trabajo de su diseñador de producción, Bob Show, en un carnaval estético que refleja el Nueva York de una época que se jactaba de atar los perros con longanizas.

El mundo insensato de los yuppies durante los años 90 se revela con mirada crítica a través de los espacios de trabajo que apenas habían evolucionado durante varias décadas, levemente tecnificados con los armatostes de carcasa gris y letras verdes fosforito que eran los primeros ordenadores. Las paredes de pavés aportan una luz escasa y avarienta a la maraña de empleados enriquecidos, que compite con el antipático bañador fluorescente. Mientras, los directivos, para remarcar la jerarquía, se aíslan en despachos con moqueta mullida y tronados muebles de ébano que evocan una falsa aristocracia.

Dos mundos

La oficina abierta deviene un circo impersonal y deprimente consagrado al beneficio rápido, un infierno urbano gris, triste y sin futuro. Las personas son los engranajes de una maquinita de acumular dinero que explota la codicia y que ya sabemos cómo iba a acabar unos años después. El espacio mental tiene el aspecto de un billete de dólar y el trabajo es una actividad extraña que hay que sobrellevar entre comidas y cenas en restaurantes de lujo.

Es muy significativo e inteligente el contraste entre las mastodónticas y anquilosadas oficinas de la empresa de Belfort, Stratton Oakmont, y la sofisticación europea del despacho del banquero suizo que le aconseja evadir las ganancias.

La historia acaba mal, como tiene que ser, y aunque el film no lo muestra, imaginamos los despachos vacíos con papeles sobrevolando la decadencia de una resaca mortal. Afortunadamente, muchas cosas han cambiado desde aquellos años. Y entre ellas, los espacios de trabajo.

EL DESPACHO DEL NUEVO RICO

Scorsese encargó al premiado Bob Shaw (Los Soprano, Boardwalk Empire) el diseño de producción de la cinta. Shaw recreó el mundo en que se movería un nuevo rico procedente de la clase media de Queens si pudiera acceder a una vida de lujo sin límites en los noventa.

En cuanto a las oficinas de Stratton Oakmont, el diseñador hizo pasar la empresa por varios cambios muy definidos, desde sus inicios en un garaje, hasta el boom. “Empieza como una oficina precaria, dedicada a la venta de acciones baratas, antes de pasar a la típica oficina de los años ochenta decorada con teca, colores pastel y cromados. Y llega, finalmente, a lo que Jordan Belfort siempre soñó: un lugar que refleja el privilegiado nivel que ha alcanzado, casi una sátira de las oficinas de L.F. Rothschild, donde empezó a trabajar”, explicó Bob Shaw.

TEXTO MARCEL BENEDITO. 
FOTOGRAFÍA CORTESÍA PARAMOUNT